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jueves, abril 24, 2008

- GOLFOS -




Los golfos adultos



Por Luis Gregorich
Para LA NACION




Hace muchos años, en una biblioteca municipal del Gran Buenos Aires, mientras hojeaba un tomo de una vieja edición sobreviviente de la hispánica Enciclopedia Espasa -probablemente datara de las primeras décadas del siglo XX-, descubrí un texto, una definición, una "entrada" que hasta hoy me sigue pareciendo el más perfecto ejemplo, a la vez desopilante y sombrío, de hasta dónde pueden llegar la fuerza del prejuicio y la tentación del estereotipo.

Ilustrada con imágenes de sesgo lombrosiano que reproducían escenas de asilo y figuras de niños desaseados y pobremente vestidos, la acepción "sociológica" de la palabra "golfo" (hablamos de pillos o vagabundos, no del accidente marino) se veía coronada por la foto de un hombre moreno y macilento, cuyo epígrafe decía: "Tipo de golfo adulto".

La descripción del golfo se iniciaba así: "Es el sujeto abandonado, andrajoso, vicioso, atrevido y procaz que, careciendo de casa o hallándose desprendido del hogar, pulula por las calles, en completa ociosidad o ejercitando oficios de ínfima categoría desligado por una causa cualquiera de su clase, sin las ideas ni las preocupaciones de ésta; con una filosofía propia, que es, generalmente, negación de toda moral".

Después de enumerar los oficios de los golfos (por lo menos, de los que todavía no habían caído en la delincuencia), se hacía referencia a su alimentación: "El golfo se alimenta de las sobras de comidas de los cuarteles, asilos, conventos y de algunas fondas y casas particulares". Otras precisiones llegaban más adelante: "El golfo lee y escribe con alguna dificultad; sus lecturas favoritas son novelas policíacas sensacionales. Son asimismo muy aficionados al cinematógrafo y al teatro (y) a los toros, donde ordinariamente entran sin pagar, encaramándose por las tapias. El sentimiento religioso en los golfos es nulo pero son supersticiosos en grado máximo y no tienen sentido moral alguno Sus ademanes son poco honestos, su lenguaje es grosero y soez, y constantemente tienen la blasfemia en la boca".

No hace falta continuar. Quedan impresos, además del estigma de clase, las teorías sociales decimonónicas, las marcas de la herencia, la moralina eclesiástica y, sobre todo, el afán del redactor por reunir sus datos en una castiza taxonomía, cuasi zoológica. Lejos se pierden las diferencias y los padecimientos de los seres humanos concretos.

Así tratamos, muchas veces, a nuestros adversarios, provengan de la política, el fútbol o la competencia profesional. Así, como si fueran golfos procaces y supersticiosos, adjudicándoles los vicios y las torpezas que más repudiamos y que, a menudo, son simples proyecciones de nuestros prejuicios. Es lo que ha ocurrido, repetido hasta el cansancio, durante la minicrisis nacional de las últimas semanas. Valgan unos pocos casos significativos.

Primero, el torrente de comentarios que ha suscitado la reciente presencia pública de Luis D Elía, tanto por su irrupción en la Plaza de Mayo al frente de agrupaciones piqueteras kirchneristas como por sus posteriores intervenciones radiales y televisivas. En cierto sentido, D Elía encarna un doble paradigma: por un lado, de los estereotipos que se construyen acerca de él; por el otro, de los estereotipos que construye él mismo.

Nada más errado que confrontarlo por su estética, en lugar de debatir su ideología. No es un agitador ingenuo y chillón, sino un dirigente político avezado que forma parte de un proyecto que lo contiene (y exhibe estratégicamente, aunque no siempre con felices resultados). Por lo menos dos veces en las últimas semanas D´Elía fue malamente tratado por los medios, más allá de su propia violencia gestual y discursiva: cuando Fernando Peña empezó a entrevistarlo haciendo referencia al color negro, para originar en su interlocutor una áspera arenga sobre contrastes cromáticos; y cuando falsamente se le atribuyó haber enunciado que había que matar a todos los oligarcas, cosa que nunca dijo. En ambos casos pesó la convicción del estereotipo: D Elía es así, debe de haber dicho lo que se dice que dijo.

Y no. Insistamos: D Elía cree razonablemente en lo que hace, es soldado de la Presidencia bicéfala, y a ésta hay que pedirle explicaciones, en todo caso, por su intento de monopolizar la ocupación de la Plaza de Mayo. Lo que dijo en radio y en televisión no merece un escandalizado rechazo, sino un debate: es un ciudadano como cualquier otro y tiene derecho a expresarse.

Claro que D Elía tampoco se ha privado de manifestar sus prejuicios y su tendencia a fabricar estereotipos. No se trata, por ahora, de volver a discutir su toma de una comisaría ni de desvelarnos por el apoyo al presidente de Irán, negador del Holocausto, ni de analizar sus relaciones con el chavismo, ni de referirnos a su mención del golpismo de las cacerolas, en un país donde una de las ventajas del peronismo en el poder es que, por lo menos, ni siquiera un golpe institucional es pensable. (No ocurriría lo mismo, como se sabe, con otro partido.)

D Elía habla de "blancos" y de la "oligarquía del campo", convirtiéndolos en enemigos y depositando en ellos una sólida carga de prejuicios y odio, como si fueran "golfos" del revés. ¿Pero quiénes son, por caso, esos "blancos" emblemáticos y malignos? ¿Acaso vociferantes provocadores de la jeunesse dorée que recorren las calles de los barrios marginales en sus Mercedes y Ferraris, chuceando a morochos desvalidos? O quizá se trate de una metáfora: los "blancos" son los patrones, los capitalistas, los gerentes, cuyos únicos objetivos en la vida son la ganancia abusiva y la explotación del prójimo.

La oligarquía del campo, tal cual la presenta D´Elía, también sugiere una típica escenografía. Vemos al estanciero de doble apellido (generalmente con nombre de calle), fumando su Partagás y cómodamente sentado al frente del casco de sus miles y miles de hectáreas, mientras reprende paternalmente al aturdido peoncito. Ese mismo estanciero levanta el teléfono para atender a uno de sus amigos, también terrateniente, y lo consulta acerca de la conspiración desestabilizadora en la que ambos están comprometidos.

Desgraciadamente para D Elía (y por suerte para todos), la realidad argentina en el siglo XXI, y con el marco de la globalización, es algo más compleja. Somos, pese a brotes aislados, uno de los países menos racistas del mundo, en que conviven etnias y religiones diversas. Hay entes e instrumentos legales antidiscriminatorios que existen y funcionan. Instalar el odio entre razas y colores de piel es un exceso y una estupidez. Por otra parte, el campo argentino no es lo que era hace cien años: los latifundios se han reducido y subdividido, los pequeños propietarios y productores se han multiplicado y el desarrollo de las agroindustrias y la tecnificación han producido nuevos vínculos económicos y diferentes relaciones sociales. Lo que tal vez puede inquietar es la presencia de grandes empresas o inversores extranjeros, compradores de enormes extensiones de tierras y que no siempre se atienen a las reglas de juego locales.

Por supuesto que todavía existen terratenientes notorios y pervive, en algunos ambientes rurales, una cierta tradición oligárquica que suele limitarse a las relaciones endogámicas y al culto del pasado. Pero lo que D Elía debería analizar seriamente, y ante todo, es el papel de las nuevas oligarquías, y entre ellas el de la oligarquía sindical, asentada en negocios dudosos con obras sociales y juicios laborales, entre otras minucias. Las oligarquías políticas, controladoras de provincias enteras, pertenecen al apartado de las costumbres argentinas de las que no hace falta hablar. Más que a oligarquías, hay que referirse hoy al entramado mafioso del poder.

Otras voces cercanas al oficialismo, con inclusión de respetables intelectuales, han colocado, junto a la entelequia estereotipada del campo, un concepto con el que el pensamiento y la práctica del peronismo han tenido sinuosa relación: el de clase media. Se ha dicho que nuestra clase media es fascista, homófoba, que sólo busca ganar más dinero y que su ideal de vida es parecerse a la -otra vez mentada- oligarquía. Como los que sostienen esto provienen, a su vez, de la clase media, y a menudo de la clase media alta, restringen su opinión al agregar que hay también, cómo no, sectores de clase media progresistas, con lo cual perdemos todo rigor y nos quedamos sin saber quién es quién y cuánto hay de cada uno. ¿Fascista o progresista? En cuanto a homofobia, nos queda la sensación de que las clases trabajadoras son aún más homófobas que los sectores medios, pero no contamos con investigaciones serias como para demostrarlo.

Sobrevuela (y alimenta) este estereotipo rapaz y reaccionario de clase media una simple y humilde comprobación: esos sectores medios votan poco a los candidatos peronistas. Este último es, en el fondo, su gran pecado. ¿Basta para condenar tan esquemáticamente a una clase social que, en realidad, es la negación del concepto mismo de clase y en la que confluyen todas, un conglomerado de diferentes que, en la medida en que crecen, aseguran el crecimiento de sus patrias? ¿Es que tantos maestros, amas de casa, médicos, ingenieros, técnicos, artistas, comerciantes, periodistas, productores rurales, militares, farmacéuticos, investigadores científicos deberíamos avergonzarnos de ser de clase media, de ser distintos entre nosotros y de tratar de mejorar decorosamente nuestras vidas y las de nuestros hijos? ¿Y -agréguese- de mejorar un poco la calidad institucional de la Argentina y combatir un poco más las mafias?

Advierto que también estoy construyendo un estereotipo. Y creo que ésta es la guerra que hay que librar: contra los artificios, contra los lugares comunes, para conservar el sentido del matiz y la capacidad de crítica, para que no haga falta definir a D Elía como patotero ni al campo como oligárquico ni a la clase media como fascista, y para no sentirnos golfos adultos o infantiles perdidos en algún lugar del prejuicio.

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