viernes, diciembre 28, 2007
- CALIDAD INSTITUCIONAL -

Decálogo para medir
la calidad institucional
Por Luis Gregorich
Caricatura: Kovensky
Para LA NACION
La apelación a la calidad institucional tiene, entre nosotros, el tono reiterativo de una plegaria por un bien perdido o la insistencia del deseo enfocado en un don que jamás se tuvo.
Cultivan esa apelación tanto los funcionarios del Gobierno como los dirigentes de la oposición, por caminos paralelos que, claro, nunca llegan a encontrarse.
Yo mismo, seguramente, he sobre-actuado el pedido más de una vez, ingenuamente confiado en el encantamiento de las sonoras palabras que lo constituyen.
¿De qué se trata?
En forma muy simplificada podría decirse que se trata del mejor o peor funcionamiento de las instituciones consagradas por la Constitución Nacional y del cuerpo legal que las secunda. Además, incluye la creación de nuevas instituciones, más adecuadas que las existentes.
Adelantemos que no hay, en nuestra opinión, una calidad institucional de izquierda y otra de derecha, aunque sí puede haber partidos mejor dispuestos, por tradición o por su plataforma, para ejercerla que otros, lo que no asegura su éxito ni brinda, necesariamente, felicidad a sus gobernados.
Podrán darse, por ejemplo, eficaces políticas de educación o de salud o de vivienda o de obras públicas, en un contexto de deplorable calidad institucional de izquierda y otra de derecha, aunque sí puede haber partidos mejor dispuestos que otros a ejercerla, por tradición o plataforma, lo que no asegura su éxito ni brinda, necesariamente, felicidad a sus gobernados.
Podrán darse, por ejemplo, eficaces políticas de salud o de vivienda, o de obras públicas, en un contexto de deplorable calidad institucional, sin que a nadie, o a muy pocos, se les mueva un pelo. Seamos modestos de entrada: hay pocos países o sociedades en el mundo que gocen de alta calidad institucional, que han conquistado pacientemente después de años o siglos de pruebas y fracasos. Porque, en el fondo, estamos hablando de un marco de convivencia señalado por algunas reglas, nunca respetado por todos, pero sí por la gran mayoría.
Como un mero ensayo descriptivo, vamos a bosquejar, siguiendo la superstición del sistema métrico decimal, un decálogo de la calidad institucional que pueda tener validez amplia, aunque resulte provisional y perfectible. Estos modestos diez mandamientos, ejemplificados con situaciones argentinas, valen para el Gobierno, la oposición y la sociedad toda, si bien la responsabilidad primaria por asumirlos y arraigarlos corresponde a los que conducen, temporalmente, los asuntos públicos.
A modo de pasatiempo, califíquese a nuestro gobierno, en cada una de las tablas de esta ley, con un puntaje que vaya del 0 al 5, lo que dará un resultado final entre los extremos imposibles del 0 (una tiranía vesánica e imbécil) y el 5 (una democracia virtuosa y sobrenatural).
1- División de poderes.
El primer mandamiento es obvio: de acuerdo con la letra constitucional, los tres poderes –Ejecutivo, Legislativo y Judicial– tienen roles propios y separados, y ninguno de ellos debe influir y manipular a los otros. Esta orden es difícil de cumplir, sobre todo en sistemas presidencialistas como el argentino, y su negación pudo llegar a extremos grotescos, como cuando las respectivas cabezas de los tres poderes eran ex socios de un mismo estudio de abogados: Carlos Menem, Eduardo Menem y Julio Nazareno. Para la gestión de Néstor Kirchner se anota el punto positivo de la renovación de la Corte Suprema, mientras el abuso de los decretos de necesidad y urgencia, la discrecionalidad en la reasignación de recursos y el peso del Ejecutivo en el Consejo de la Magistratura tienen el signo contrario.
2) Seguridad jurídica y respeto por la ley.
La credibilidad e independencia de los jueces, y el respeto por sus decisiones (aunque nos perjudiquen), constituyen una fuerte red protectora, no sólo para inversiones y contratos a largo plazo, sino también para los derechos de los más débiles, en el terreno laboral y previsional, y en el espacio cotidiano de los consumidores. En cambio, la morosidad de la Justicia, sumada a la intromisión del poder político, largamente perpetrada en la Argentina, daña profundamente estos objetivos. La falta de estima por la ley, y sus alegres violaciones, sobre todo en la evasión fiscal y en la escena callejera, forman parte de un largo proceso de degradación que ningún gobierno por sí solo puede restaurar, pero cuya corrección cualquier gobierno está obligado a tomar como prioridad.
3) Control de los actos de gobierno.
Aparte de la división de poderes y de la seguridad jurídica, que a su manera ponen límites a los excesos del Ejecutivo, deben existir, y tener claras misiones, organismos o funcionarios que ejerzan diversos tipos de control sobre las actividades gubernativas, llámense defensores del pueblo, síndicos, auditores generales, fiscales de investigaciones administrativas, etc. Su labor debe facilitarse por todos los medios y tener difusión pública adecuada. Un ejemplo de lo que no debe ni puede hacerse es, por caso, incluir en la cúpula de la Sindicatura General de Empresas Nacionales (Sigen) a la esposa del ministro que maneja el mayor presupuesto en obras públicas, como ocurrió, durante toda la gestión del presidente Kirchner, con la cónyuge de Julio De Vido.
4) Relaciones con la oposición.
En naciones moderadamente civilizadas, el presidente o primer ministro suele reunirse, un par de veces al año o cuando situaciones de emergencia lo requieran, con el jefe o los jefes de la oposición. Quizás haya mucho de protocolo en estos encuentros, quizás ambos participantes se sigan odiando cordialmente, pero queda, rescatable, un efecto simbólico de apoyo a la democracia. A la vez, en la segunda línea, habitualmente son los ministros del Interior los encargados de dialogar con el conjunto de fuerzas opositoras. En los últimos cuatro años y medio, nuestro ministro del Interior, hoy ya a cargo de la cartera de Justicia y Seguridad, ocupó el lugar de vocero presidencial (en reemplazo de un vocero oficial sin voz) y se dedicó a agredir sin medida a esas fuerzas. Nobleza obliga: tales groserías tuvieron un ligero atenuante en la dispersión opositora y en su igualmente alto nivel de agresividad.
5) Sistema de partidos estructurado.
Una democracia estable reclama partidos políticos sólidos y diferenciados, dirigidos siempre al bien común, pero con variadas ideologías y programas para alcanzarlo. También esos partidos, sin abandonar su identidad, pueden formar coaliciones y llegar a compartir el gobierno, como sucede en Alemania (con un régimen parlamentario) y en Chile (con un régimen presidencialista). Por el contrario, entre nosotros el peronismo, un movimiento más que un partido, del formato catch-all, ha desarticulado el sistema de partidos, metamorfoseándose de manera sucesiva o simultánea con distintos ropajes, y absorbiendo o comprando a otros grupos comprables. Al radicalismo K, en el nuevo (?) gabinete, ni siquiera le ha tocado una humilde secretaría de Estado.
6) Federalismo sustentable.
Una equilibrada relación entre Nación y provincias, que acate los preceptos constitucionales y no los convierta en palabras al viento, se ve gravemente afectada por la marca histórica del unitarismo; por la falta de proyectos de genuino desarrollo regional; por la asimetría entre provincias atrasadas y patrimonialistas y otras relativamente modernas (aunque casi todas azotadas por el cáncer del clientelismo), y por el manejo partidista, desde Buenos Aires, de los recursos coparticipables.
7) Sistema electoral transparente.
Elecciones limpias son un requisito inexorable de la democracia. En nuestras últimas elecciones presidenciales hubo gran número de irregularidades, pero no fueron decisivas para el resultado final. Las reglas de juego electorales son, en la Argentina, producto del Pacto de Olivos, y establecen un pintoresco y original ballottage, sólo si no se alcanza el 45% de los votos, o bien si se gana por menos del 10%. Este sistema, diseñado a medida del peronismo, debería ser derogado, así como la posibilidad de que familiares directos se sucedan inmediatamente unos a otros, estableciendo de hecho la reelección indefinida y una eventual cuasi monarquía.
8) Libertad de prensa.
Con todas sus debilidades y desviaciones, la prensa constituye un reaseguro de información acerca de la vida social y de los asuntos públicos. En la Argentina, afortunadamente, se disfruta de una libertad de prensa que goza del consenso general, después de duras luchas contra las censuras y las presiones de las dictaduras militares. Sin embargo, en los últimos años, algunas actitudes del Gobierno, como la falta de equidad en la distribución de la publicidad oficial, han encendido una luz de alarma. Al mismo tiempo, no se han destacado por su ecuanimidad los medios y la agencia de noticias controlados por el Estado.
9) Bajo nivel de corrupción.
En materia de corrupción, podría decirse, pocos son los que en el planeta pueden tirar la primera piedra. Sobreprecios en obras públicas, contratos espurios o comisiones ilegales pueden ser suscitados por la deshonestidad individual, rasgo de la naturaleza humana difícil de extirpar, pero que podrían acotar buenos jueces; en cambio, resulta mucho más arduo derribar la corrupción estructural, que atraviesa estamentos políticos, empresariales o sindicales. Casos emergentes, como los de Skanska o la valija de Antonini Wilson, preocupan, más que por ellos mismos, por lo que pudieran representar como puntas de respectivos icebergs.
10) Gestualidad democrática.
El último mandamiento es el más difícil de definir y, quizás, el más revelador. La calidad institucional se relaciona, también, con gestos en la expresión corporal y el tono del discurso de los actores políticos. No hablamos de los abrazos de cocodrilo ni de las fotos para el álbum de la hipocresía, sino de un auténtico y sincero reconocimiento de los otros, en el gesto y la palabra. Experimentamos malestar cuando, al mismo tiempo que escuchamos hablar de unión y acuerdos, advertimos el dedo que nos señala y el matiz admonitorio. Un gran periodista argentino, ya desaparecido, solía exclamar, tras leer un texto que le llevábamos: “¡Qué buena nota…!”. En ese mismo instante, contradictoriamente, su boca y su rostro entero se crispaban en un rictus de disgusto. Para él, sin embargo, valían más las palabras que la mueca. No siempre se puede decir lo mismo de los políticos.
Ya los lectores habrán sumado sus calificaciones por rubro. Más de 25 puntos, diríamos que el Gobierno, con holgura o no, se exime. Entre 15 y 25, apenas regular. Y menos de 15, es para inquietarse, aunque no acabó el mundo.
Es que la calidad institucional no nos salvará ni tampoco nos condenará. No lleva a la revolución social ni a la sociedad posindustrial y globalizada. Es apenas el suelo fértil para que crezcan un poco mejor las necesarias plantas de la igualdad, la libertad, la convivencia y la distribución de la riqueza. Eso sí: es seguro que así crecerán un poco mejor.