viernes, octubre 19, 2007
- SECUESTROS -

Secuestros, una tenebrosa realidad
El secuestro, de por sí un delito aberrante, es una de las manifestaciones más crueles del estado de inseguridad que sigue aquejando a nuestro país. Los esfuerzos tendientes a erradicarlo no han tenido éxito, razón por la cual se trata de uno de los componentes esenciales del estado de temor en que vive la mayor parte de nuestra sociedad.
De por sí insidioso, el secuestro no es la única lacra delictiva padecida por los habitantes de la ciudad de Buenos Aires y su conurbano. Quienes cargan sobre sus espaldas el peso del miedo cotidiano descreen del optimismo de ciertos funcionarios que proclaman, sin demostrarla, la disminución de las actividades de los malhechores. Confían, en cambio, en las estadísticas privadas que les dicen que uno de cada cuatro de ellos ha sido víctima de un atropello criminal, tales como asaltos a mano armada, salideras bancarias, arrebatos, robos de automotores, robos con violencia en viviendas y a jubilados indefensos.
De acuerdo con las no siempre confiables compulsas oficiales, el año último fueron denunciados en todo el país 184 secuestros extorsivos -uno cada dos días-, entendiendo por tales a aquellos en los cuales las víctimas estuvieron bajo captura más de 12 horas, y sin incluir aquellos casos en que el lapso del cautiverio fue menor, los cuales fueron considerados meramente como una privación ilegítima de la libertad.
Fuentes de la justicia federal confirmaron que 36 de esos episodios tuvieron lugar en la ciudad de Buenos Aires y la mayor parte de los restantes se produjo en territorio bonaerense. Por supuesto, quedan al margen de esa estadística aquellos delitos que no fueron denunciados, ya sea por temor o por convicción de que hacerlo implicaría más riesgos para la persona secuestrada o represalias posteriores.
Durante el año actual, y hasta junio último, se registraron 67 hechos de ese tenor. El pico máximo de los secuestros extorsivos se produjo en 2004, con 475 casos denunciados en todo el país.
La frialdad de esas cifras no trasunta ni por asomo los padecimientos del secuestrado y la angustia que hace presa de sus seres queridos -sobre todo cuando el cautiverio se prolonga-, sentimientos con los cuales juegan perversamente los delincuentes para obtener un rescate lo más cuantioso posible. Muchas víctimas han sido liberadas tras el pago; otras han sido recuperadas por las fuerzas policiales. No obstante, es probable que en esos trances nunca sencillos, la memoria volará a los desenlaces trágicos tales como el asesinato de Axel Blumberg o la desaparición aún no resuelta de Cristian Schaerer y la reciente muerte de Francisco White.
Se dice que nuestro país está todavía distante de las cifras que por este delito, propio de las más tenebrosas bandas criminales, se registran en México, Colombia y Brasil. Es sólo un triste consuelo. La vigencia de los secuestros demuestra la impotencia de la sociedad para neutralizarlos y, por ende, la vigencia del estado de indefensión que torna todavía más factibles los designios de esas incursiones criminales.
Equipos electrónicos de avanzada tecnología, rastreos de las comunicaciones telefónicas de las víctimas potenciales, otras tareas de inteligencia e infraestructura adecuada para albergar extensos cautiverios son apenas algunos de los recursos a disposición de por lo menos alguna de las bandas dedicadas a este menester.
Se ha llegado a un punto, pues, en que el Estado debería empezar a hacerse pleno cargo de su responsabilidad constitucional de garantizar la seguridad de los habitantes y no limitarse a alterar su ánimo cuando los secuestros lindan con elecciones.
Si es menester la disuasión, la prevención y la represión de estos atroces atropellos a la dignidad humana deberían ser encomendadas a una fuerza policial especial, formada por los especialistas más distinguidos de todas las jurisdicciones del país, dispuestos a intervenir con la prudente dureza que la curación de esta infección social está requiriendo.
Puede que por esa vía no se logre llegar al ideal de eliminar para siempre la plaga de los secuestros. Pero es seguro que la sociedad ganará en tranquilidad cuando se sepa defendida por ese Estado que tiene la indelegable obligación de proteger la vida y los bienes de todos los habitantes del país, sin excepción.