sábado, septiembre 29, 2007
- ESCRITURA -

Honras a la escritura
Por Norberto Firpo
Para LA NACION
Aún en tiempos tan mercenarios hay bastante gente que cree que la literatura y los libros son más importantes que la política y los políticos, que el fútbol y los futbolistas, que la televisión y el baile del caño… Hay bastante gente así de rara, dispuesta a encontrar sosegado regocijo en la palabra escrita antes que en el discurso proselitista, antes que en la cháchara tumultuosa de tanto experto en amores y odios, antes que en el parlanchinaje aluvional y casi siempre plagado de furcios de los animadores de la caja boba y para peor embobante.
Para esa gente inclinada a creer que la buena lectura contribuye a que las mentes baldías no lo sean tanto, y además que es útil para aguzar la inteligencia, la palabra escrita tiene un valor imponderable. Detrás de cada sílaba ha habido un fulano que se tomó el trabajo de ponderarlas, de justipreciar su peso específico y de organizar pensamientos que el lector no tiene –¡qué esperanza!– obligación de compartir. No hay palabra más democrática que la escrita, a punto tal que el lector puede adherir a su significado y hasta afiliarse a él, o bien oponérsele, sin riesgo alguno de que el autor lo considere un vendepatria o un esbirro de la sinarquía intelectual. Y esta garantía de libertad ideológica ampara por igual a los lectores y predicadores de la Biblia, tanto como a los de El capital, de Karl Marx, como a los de El espíritu de las leyes, de Montesquieu, como a los del Kama Sutra… Y, desde luego, como a los de estas ligeras líneas.
Estas ligeras líneas obedecen al propósito de celebrar la existencia de cuanta feria del libro irrigue el país, entre ellas la que funcionará durante cinco días, a partir del miércoles próximo, en el Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco, acaso uno de los más señoriales reductos porteños. La Tercera Feria del Libro Antiguo, creada por la Asociación de Libreros Anticuarios de la Argentina y esta vez con el auspicio de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad, da sustento a este otro aserto: la palabra impresa es indeleble, no se diluye en el viento como suele suceder con los vozarrones que brotan del cuadrante político, futbolero y televisivo.
Desde Johannes Gutenberg y, sobre todo, desde que en 1780 el virrey Juan José de Vértiz instaló en Buenos Aires la primera imprenta, en el Asilo de Niños Expósitos –que provenía de Córdoba y que los jesuitas debieron abandonar cuando fueron expulsados, trece años antes–, la palabra impresa hizo proezas. Por lo tanto, esa ya aludida rara gente entenderá que estas ligeras líneas vengan a cuento y pretendan servir de conmovido homenaje.