domingo, agosto 12, 2007
- LA VALIJA -
GOBIERNO Y CORRUPCION
Cuesta creerle al presidente Néstor Kirchner cuando proclama públicamente que por primera vez se combate en serio la corrupción, "le toque a quien le toque y caiga quien caiga".
Tales frases, casi calcadas de las que una década atrás pronunciaba otro jefe del Estado, Carlos Menem, no parecen tener en cuenta que la corrupción no se combate con palabras, sino con hechos. Y que, en todo caso, esos hechos no pueden pasar por el simple desplazamiento de un funcionario de segunda línea para inmediatamente esconder toda la basura debajo de la alfombra y simular que aquí no ha pasado nada.
Antes que bonitos discursos para la tribuna, la lucha contra la corrupción en el sector público requiere real voluntad política. Y, fundamentalmente, decisión para terminar con un modelo de gestión que, cada vez más, está enquistando en el Estado redes de negocios capaces de encubrir verdaderas asociaciones ilícitas.
Es sabido que la corrupción en el aparato estatal deriva, junto con las actitudes deshonestas de los funcionarios, de un alto grado de discrecionalidad, de bajos niveles de transparencia y de una elevada sensación de impunidad para cometer delitos.
La Argentina sufre desde hace mucho tiempo serios problemas estructurales y de insuficiente calidad institucional para enfrentar aquellos fenómenos. Lamentablemente, durante el período kirchnerista, esos factores se han agravado.
El inadecuado funcionamiento de los organismos de control de la administración pública y de los servicios públicos; la falta de transparencia en las concesiones de obras públicas; la existencia de fondos fiduciarios con escaso control; el otorgamiento de superpoderes al Poder Ejecutivo para reasignar en forma discrecional partidas presupuestarias; la proliferación de los subsidios estatales adjudicados sin participación del Congreso de la Nación; la creación de fundaciones financiadas con fondos públicos para desarrollar actividades propias del Estado, con el fin de burlar las auditorías de los órganos destinados a ese efecto, y finalmente, la presión que sobre los jueces implica un Consejo de la Magistratura dominado por el sector político oficialista, conforman un cóctel explosivo.
No es casual que los organismos de control hayan sido objeto de tantas sospechas en los últimos meses. El Ente Nacional Regulador del Gas (Enargas) perdió a su titular por las derivaciones del escándalo Skanska. El Órgano de Control de Concesiones Viales (Occovi), dirigido hasta hace días por Claudio Uberti, despedido por el sonado caso de la valija con casi 800.000 dólares, también es sospechado por sus notables demoras en la resolución de expedientes vinculados con posibles sanciones a empresas concesionarias de rutas. Y la Sindicatura General de la Nación (Sigen) ha dejado de ser un órgano confiable desde el momento en que se designó como una de sus máximas responsables a Alessandra Minnicelli, la esposa del ministro de Planificación Federal, Julio De Vido.
Contrariamente a lo que algunos funcionarios, empezando por el Presidente, pretenden hacernos creer, no parece existir ninguna voluntad política para enfrentar la corrupción administrativa.
Basta con advertir la absurda defensa que se hizo de la ex ministra de Economía Felisa Miceli hasta que finalmente se decidió la separación de su cargo, o los débiles argumentos con que se intentó justificar distintos actos reñidos con la ética de la secretaria de Medio Ambiente, Romina Picolotti.
Basta con evaluar la falta de condena siquiera verbal hacia la decisión de la empresa estatal Enarsa de alquilar una aeronave privada por una suma sideral para trasladar desde Caracas a Buenos Aires a dos funcionarios argentinos y a un grupo de invitados de la empresa petrolera venezolana, además del misterioso "señor de la valija".
Basta con apreciar la desmesurada expansión de los negocios y el consecuente enriquecimiento que en los últimos años han experimentado algunos hombres de empresa amigos del poder kirchnerista, o con advertir que el propio presidente de los argentinos ha hecho saber, en su última declaración jurada patrimonial, que es socio de un empresario investigado por la utilización de facturas falsas, supuestamente para encubrir sobreprecios en los gasoductos del caso Skanska.
Basta con observar la misma declaración de bienes personales del primer mandatario y detectar que algunas de sus propiedades, compradas recientemente, son registradas a precios absurdos comparados con los valores reales del mercado inmobiliario, práctica en la cual también incurren otros ministros de su gobierno.
Basta con ver el a todas luces injustificado uso de resortes del Estado para la campaña proselitista de la candidata presidencial del oficialismo, hecho que ya se había verificado cuando se postuló como senadora por la provincia de Buenos Aires dos años atrás, sin que mediara ninguna explicación oficial.
Cuando el primer mandatario se jacta de tener las manos limpias, debería tener presente que la falta de transparencia está mucho más cerca de lo que se pretende hacer creer.