lunes, julio 09, 2007
- FANTASMAS -
La trampa de la naturaleza
Por Maximiliano Tomas
Diario Perfil
Mar de las Pampas es un pequeño paraje costero pegado a Villa Gesell, que a lo largo de buena parte del año –excepción hecha de la temporada de verano– tiene toda la apariencia de un pueblo fantasma. De pasado hippie, hoy es reducto de la pujante nueva burguesía argentina del dólar a tres pesos. Sus playas, vale decirlo, son tal vez las mejores de toda la Costa Atlántica. Mar de las Pampas es, también, una suerte de destino obligado del esfuerzo amoroso: ¿quién, que tenga hoy entre veinticinco y cuarenta años, no ha pasado un fin de semana en alguna de sus múltiples cabañas y hosterías intentando salvar del naufragio un amor fatigado?
Allí transcurre Una novia errante, la última película de Ana Katz: Inés (la propia Katz) y Miguel (Daniel Hendler, su pareja también en la vida real) eligen ese destino para festejar un nuevo aniversario. En rigor de verdad, a Mar de las Pampas sólo llegará Inés, abandonada en aquel paisaje desolado por su novio, apenas baje del micro. Una novia errante puede verse, sí, como otra historia que retrata la crisis de los treinta. Pero tal vez ésa sea una lectura parcial: en realidad, la de Katz es una comedia dramática de neto corte existencial. “Lo que quería era contar el después de la ruptura amorosa, donde muchas veces lo que no se soporta es el vacío que queda, el silencio”, explicó la directora. Y la película, tan oscura como divertida, se debate todo el tiempo, de manera magistral, entre el llanto y la carcajada.
Antes de este film, Katz había dirigido otra película notable, El juego de la silla, y la obra teatral Lucro cesante. Pertenece, según una taxonomía algo caprichosa, a la segunda camada del denominado Nuevo Cine Argentino (algunos nombres de la primera: Pablo Trapero, Adrián Caetano, Lucrecia Martel), junto a directores como Lisandro Alonso, Luis Ortega y Damián Szifrón; una generación a la que los críticos de la vieja guardia no logran reconocerle la enorme tarea de cambiar radicalmente los mohosos paradigmas que arrastraba el cine argentino de las décadas anteriores. No hay que hacerles caso: estos críticos aborrecen lo nuevo en conjunto, preocupados por seguir añorando las películas de Godard y Antonioni como si fueran las únicas posibles, ofuscados porque sus privilegios ya no son los de antes (¡hoy asiste tanta gente a las funciones privadas, antes tan selectas!).
El argumento que por lo general utilizan es cuantitativo: a estas películas no las ve nadie, el público no las acompaña, por lo tanto no valen la pena. Hay quienes argumentan igual en el campo literario: la literatura argentina no existe –o la única que vale la pena es la de Federico Andahazi, Roberto Fontanarrosa o Tomás Eloy Martínez, la que vende–, porque los lectores prefieren a Paulo Coelho, Wilbur Smith o Danielle Steel. Insisto, no hay que hacerles caso: lo que en verdad sucede es que estos críticos no encuentran la manera de reflexionar sobre estas películas, de establecer un diálogo con directores que no los buscan como destinatarios exclusivos, con filmes que no entienden o no hacen el esfuezo por entender.
Si el cine argentino actual es eminentemente urbano, la naturaleza parece ser el refugio de lo ominoso: bosques y selvas se convierten en territorios inquietantes en películas como La ciénaga (Martel), El aura (Fabián Bielinsky), Los muertos (Alonso) y Una novia errante. Como si la alienación fuera ya tan completa que ni siquiera la ilusión del escape a la naturaleza fuera una alternativa plausible. Como si estos directores asumieran que no hay salida huyendo hacia delante, que vayan donde vayan sus protagonistas serán siempre perseguidos por sus fantasmas. Y de los propios fantasmas, se sabe, no hay escapatoria.