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viernes, junio 29, 2007

- OPERA -



El prodigioso Camille

Por Marcos Aguinis
Para LA NACION



La ópera Samson et Dalila , cantada por el argentino José Cura en Buenos Aires, justifica que se rinda homenaje al talento infrecuente de un músico exitoso y, a la vez, retaceado: Camille Saint-Saëns. Sus detractores lo acusan de ser poco profundo y excesivamente virtuoso, algo así como decir que le falta sal y le sobra sal. Lo mismo se chismeaba de Mozart, a quien tanto se parece.

Su vida fue golpeada por dos tragedias: la muerte de su padre cuando él apenas cumplía tres meses y, más tarde, el fallecimiento de sus dos hijitos, con seis meses de distancia entre ambos decesos. No obstante, la genialidad creativa le siguió brotando en cataratas. Bombeaba vitalidad desde el fondo de su alma, necesitada de expresión.

Su afición por la música se manifestó apenas había cumplido dos años, en 1837. Empezó a jugar con las teclas del piano que había en su casa, una por una, para diferenciarlas. Experimentaba el sonido de las copas y lo comparaba con el de las campanas. Entonces, su madre y su tía decidieron darle lecciones. Aprendió a leer música antes que las letras del abecedario. A los cinco años compuso su primera pieza, cuya partitura está guardada con celo en la Biblioteca Nacional de Francia. A esa edad, como un fenómeno, lo hicieron participar en un concierto, en el que acompañó al piano una sonata para violín de Beethoven. Casi de súbito demostró, para sorpresa de parientes y amigos, que a los siete años dominaba el latín. ¿Era un monstruo?

Tenía diez años cuando ofreció un concierto individual en la famosa y muy exigente sala Pleyel, donde se habían consagrado grandes personalidades de la historia de la música. Ejecutó obras de Bach y Haendel y un concierto de Mozart. Los aplausos le exigieron un bis. El niño dejó boquiabierta a la audiencia cuando preguntó cuál de las 32 sonatas de Beethoven prefería, porque estaba en condiciones de tocarlas todas de memoria. Fue impactante: en ese diminuto personaje vestido de cómica gala se acumulaba un enorme conjunto de obras maestras que pocos podían ejecutar sin ensayo previo. Fue una hazaña de la que habló, perplejo, todo París. Sobre el hecho se explayaron enseguida periódicos y folletines de varios países de Europa, y también un diario de los Estados Unidos. Le llovieron premios, aunque no parecían del todo merecidos, puesto que -se decía- los jurados sólo quedaban atónitos por su precocidad.

A los 12 años, su madre y su tía consideraron oportuno que se perfeccionara -si cabía algún perfeccionamiento- con un discutido pedagogo de piano, Camille-Marie Stamaty, quien parecía haber descubierto los más recónditos arcanos interpretativos. En efecto: hacía tocar a sus alumnos apoyando los antebrazos sobre una barra que precedía al teclado, de tal modo que la fuerza sólo se ejercía con los dedos, sin contracturas musculares parásitas que perturbasen la calidad del sonido y la velocidad de las notas.

No había llegado a los 16 años cuando encaró la composición de su primera sinfonía. ¿Ya? Sí, ya. Su increíble dominio de la orquestación no quedaba rezagado frente a su virtuosismo en el piano, pronto en el violín y enseguida en el órgano, con el asesoramiento de Jacques Halévy. Imaginaba a la orquesta en pleno y podía detectar los más finos timbres de cada instrumento o los producidos por sus infinitas combinaciones. El esfuerzo que por lo general demandaba este aprendizaje, en el pequeño Camille no era esfuerzo, sino el placer de algo que le venía desde adentro. Había nacido con la música grabada en sus neuronas, fenómeno que despertó la curiosidad del escritor y psiquiatra argentino José Ingenieros cuando estudió el lenguaje musical y sus vínculos con la neurología.

Saint-Saëns fue contratado para tocar en varias iglesias, lo cual le significó un ingreso económico suficiente para financiar sus regocijantes horas de composición. Luego lo designaron organista titular de la aristocrática Madeleine, donde Franz Liszt lo escuchó improvisar y aseguró sin titubeos que Camille Saint-Saëns era el mejor organista del mundo. Con los años se profundizó la amistad entre estos dos grandes compositores. Ambos coincidían en el altruismo de dar a conocer a los nuevos valores de la música. Saint-Saëns desafió la resistencia de críticos demasiado conservadores ejecutando obras de autores todavía poco apreciados en Francia, como Gounod, Berlioz, Schumann y Wagner. Ejecutaba a Liszt mejor que Liszt, al extremo de que el húngaro reconoció que sólo Saint-Saëns lo igualaba en el teclado.

La comparación que siempre se reiteraba era con Mozart, lo cual no estaba desacertado. Ambos fueron virtuosos instrumentistas componían con impresionante rapidez; dibujaban melodías preciosas; se atrevían a las transgresiones del ritmo; pintaban colores fuertes en la orquestación; alternaban la meditación plena de contenidos con una alegría desopilante y próxima al escándalo. Jugaban con el arte y abordaban el juego con la seriedad que sólo los niños conocen.

Tantos méritos incomodaban, y entonces surgieron críticas basadas en su excesivo formalismo o en su excesiva violación de las formas. Mal porque bogas y mal porque no bogas, como siempre. Lo cierto es que este hombre no se detenía a escuchar las invectivas de sus calumniadores. Tampoco su cerebro se detenía ante ningún obstáculo. Agregó a su intensa actividad musical, que le manaba como de una fuente divina, otros intereses. Quizá lo entusiasmaban los modelos del Renacimiento, o el caso tan mentado del polifacético Goethe. En efecto: dedicó muchas horas a investigar en geología, arqueología y botánica. Pronto fue también un experto en matemáticas. Para estupor de quienes lo seguían con lupa de detectives, apareció en congresos científicos, con aportes en materia de acústica. Y a los historiadores los impactó con detalles sobre las decoraciones que se usaban en el teatro romano antiguo. Como si fuese poco, instaló en su casa un potente telescopio, observó el cielo, aprobó y criticó hallazgos recientes y con aplausos fue incorporado a la Sociedad Astronómica de Francia. ¡Demasiado para un solo hombre!

Tenía 35 años cuando estalló la guerra franco-prusiana de 1870 y fue enviado al frente como miembro de la Guardia Nacional. Los horrores del campo de batalla influyeron en su ánimo de artista, como no podía ser de otra forma. No sólo para odiar las imbéciles carnicerías, de las que fue un asqueado testigo, sino para incentivar su amor por Francia. Al término de los combates, se dedicó a promocionar la música de su país, y fue quien brindó decisivos espaldarazos a César Frank, Edouard Lalo, Jules Massenet y Gabriel Fauré, que era uno de sus mejores discípulos. Además, rescató del olvido a Jean-Philippe Rameau.

Pero con algunas celebridades de su tiempo hubo un recíproco rechazo. Por ejemplo, con Claude Debussy: "Su Pelléas et Mélisande me deja enfermo", comentaba sin anestesia. También cambió de opinión sobre Wagner, a quien acusó de pedante y pesado. En el escandaloso estreno de la Consagración de la primavera, de Igor Stravinsky, en 1913, lo enfureció el mal uso del fagot. El hombre tenía sus pulgas, y las dejaba ver. Sin embargo, le gustó el jazz y fue uno de los primeros en componer música para el cine. Ravel y Rachmaninoff le reconocieron su saludable influencia.

Se casó con Marie-Laure Truffot, veinte años más joven. Quizá su belleza le inspiró la ópera Samson et Dalila , que empezó casi de inmediato. Su romance, empero, se resquebrajó de forma inesperada y total, como si la impresionante historia bíblica -que culmina en masacre- tuviera relación con sus propios conflictos. No hubo traición filistea, sino la muerte sucesiva de sus dos hijitos. La tragedia no los unió, como suele ocurrir. Por el contrario: cada uno lloraba en soledad esas pérdidas y decidieron separarse para siempre, aunque nunca efectivizaron el divorcio. El misterio de ese idilio frustrado no se ha resuelto todavía. Tampoco las causas por las que el estreno de la excelente ópera no fue autorizado en París. Algunos sostienen que el contenido bíblico chocaba con el antisemitismo que incubaba la elite francesa y que estallaría con el caso Dreyfus. Franz Liszt se ocupó de estrenarla en Weimar, con un éxito clamoroso, aunque cantada en alemán. Camille, agradecido, le dedicó su mejor sinfonía: la número tres.

Algunas de sus obras se popularizaron tanto que se convirtieron en piezas obligadas de orquestas y solistas. Entre ellas, merecen citarse Danza macabra, Introducción y rondó c aprichoso y los cinco conciertos para piano y orquesta, que a menudo él mismo ejecutaba con brillo inolvidable. El número dos, el que yo más amo, lo escribió en sólo 17 días. Además, compuso tres conciertos para violín y dos para chelo, que Yo-Yo Ma suele ejecutar con predilección. En materia de óperas llegó a completar el abultado número de trece, bastante desparejas en inspiración. Homenajeó a Juan Sebastián Bach con seis preludios y fugas para órgano, de precisión formal exquisita. Y por su amistad con Liszt también cultivó el poema sinfónico, que tanto se empeñaba en difundir.

Su sinfonía El carnaval de los animales constituye uno de los divertimentos más destacados de la historia musical. Después de su estreno, prohibió que se la ejecutase en forma completa hasta después de su muerte, porque en ella se burlaba de todo el mundo, incluso de sí mismo. La única parte que autorizó a tocar, y que de inmediato se tornó una melodía clásica, fue El cisne . A lo largo de la obra, el autor expresa con trazos gruesos, estridentes, solemnes y hasta cómicos el carácter de su variopinta fauna sonora.

Aclamado y criticado por los envidiosos de su éxito, se dedicó a viajar. Incluso llegó a la Argentina. Visitó casi toda Europa y regiones de Asia y Africa. En los barcos seguía componiendo, pero también escribía poemas que publicó en un tomo titulado Rimas familiares . Otras páginas fueron dedicadas a reflexiones sobre misterios, filosofía y religión. Hasta produjo una breve obra de teatro.

Sus manos no se desprendían de la pluma, y algunos llegaron a decir que seguía escribiendo mientras dormía. Falleció en Argelia en diciembre de 1921, en el Hôtel de l Oasis. Fue repatriado a Francia. Le hicieron funerales de Estado en la Madeleine y lo enterraron en el cementerio de Montparnasse. Los animales de su celebrada sinfonía lo acompañaron agradecidos en medio de la densa multitud, por haberles provisto la inmortalidad.

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