miércoles, junio 06, 2007
La TV abierta, escuela de mal gusto
Editorial La Nación
Si hay algo que los responsables de la televisión no deberían permitir es que este formidable instrumento de educación, información y entretenimiento se convierta -como está ocurriendo- en una deprimente escuela de procacidad y mal gusto.
Las sucesivas emisiones del programa ShowMatch que mostraron a varias parejas que ensayaban las más groseras variantes de una llamada danza del caño colmó los límites del peor sensacionalismo y resultó un degradante atentado contra la suprema dignidad del cuerpo humano, rebajado a burdo trofeo y convertido en burla y pretexto para la captación desaprensiva de puntos de rating.
Lo más lamentable de la exhibición que acaba de hacer el programa conducido por Marcelo Tinelli es el daño perpetrado a la dilatada platea de niños y adolescentes que presenciaban semejante espectáculo, en vivo, en el propio estudio de grabación, más aquellos que se congregan habitualmente en torno del televisor a la hora en que ShowMatch sale a perpetrar sus peores abusos en desmedro de los valores culturales.
Pese a que cueste creerlo, hay algo más condenable aún: las repeticiones de las escenas más procaces y atrevidas de aquel baile del caño por parte de programas de interés general de diferentes canales de televisión que son emitidos fuera del horario de protección al menor, habitualmente a media tarde.
Ya se sabe que el mal gusto es el primer peldaño en la marcha hacia la destrucción de los valores éticos y estéticos esenciales que todo ser humano está llamado, por naturaleza, a defender y exaltar. No ha sido el citado programa de televisión el único ejemplo: basta con citar los deplorables mensajes y las patéticas imágenes que nos acerca a diario el "reality show" Gran Hermano.
Destruir prematuramente la capacidad del ser humano para apreciar el valor del buen gusto es asestarle un golpe decisivo a su natural deseo de acceder alguna vez a las esferas superiores del espíritu. Implica también interrumpir brutalmente su probabilidad de avanzar hacia aquellas vivencias que elevan y dignifican la condición humana. La concesión al mal gusto es un pasaje de ida -muchas veces sin regreso- al país de la decadencia y el fracaso moral. Quien otorga masivamente ese pasaje a los más jóvenes perpetra un daño difícil de mensurar en función de los altos intereses morales de la sociedad.
Corresponde que el Comité Federal de Radiodifusión (Comfer) aplique medidas auténticamente ejemplarizadoras contra quienes han agraviado masivamente a la sociedad con esa exhibición de grosería e impudicia. Esas medidas no deberían agotarse en la imposición de sanciones económicas inoperantes e ineficaces en relación con los montos correspondientes a las ganancias habituales de las producciones televisivas que compiten en el mercado local. Si el Estado no dispone de mecanismos para sancionar a quienes causan un daño de tal magnitud a los intereses superiores de la sociedad, es evidente que algo está funcionando extremadamente mal en las estructuras destinadas a controlar los desbordes de la TV.
Pero antes que las dudosas estructuras de control de que dispone el Estado, debería ser la propia sociedad la que salga al cruce de las desviaciones inaceptables de quienes ya no parecen reconocer límite alguno en su pretensión de encabezar las tablas del rating televisivo. La sociedad es la que debe aprender a decir que no cuando están en juego sus más altos valores. Y, sobre todo, cuando se está intentando imponer a niños y adolescentes una visión del mundo cargada de las peores reminiscencias del ámbito prostibulario, como lo señaló LA NACION en un reciente e inspirado comentario crítico.