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miércoles, mayo 02, 2007

- LA ESCRITURA -



Elogio de la escritura que no muere

Por Sergio Sinay
Para LA NACION


A ella la llamaba, en sus cartas, “querida actriz” y ella encabezaba sus respuestas con “querido escritor”. Intercambiaron más de mil cartas de 1901 a 1904, tiempo en que estuvieron casados, hasta la temprana muerte de él, a los 44 años. El epistolario entre el escritor y dramaturgo ruso Anton Chejov y la actriz Olga Knipper encierra poesía, inteligencia, ternura, nostalgia (pasaban largas temporadas separados por la actividad de ella o la tuberculosis de él), además de algunas de las más bellas expresiones amorosas posibles y, siempre, una escritura exquisita, un rico, gozoso y deleitable uso de las palabras.

Otras vidas, otros amores, otras historias pueden entenderse, reconstruirse, explorarse a través de cartas que las sobrevivieron. Las de Oscar Wilde, las de Virginia Woolf, las de Victoria Ocampo, las de Raymond Chandler, las de sor Juana Inés de la Cruz, las de Mozart, las de Freud, las de Jung. La cadena de nombres es infinita, cada uno que se evoca convoca a otros.

La escritura nació, se cree, con los sumerios en la Mesopotamia unos tres mil años antes de Cristo. Ideográfica en un primer momento, transmitía ideas a través de símbolos y dibujos. Fonética más tarde, incluyó la representación de sonidos. Y acabó por ser, como hoy la conocemos, ideosilábica. Lo cierto es que la escritura devino una poderosa herramienta de comunicación, de transmisión de pensamientos y sentimientos, de establecimiento de acuerdos, de producción testimonial, una rica y vigorosa herramienta de producción intelectual, científica, histórica y artística.

Cinco mil años después, esto necesita ser recordado y reivindicado porque serios peligros la acechan, sobre todo en sus formas más cotidianas, accesibles y nutricias.

Según un estudio de una consultora privada, sólo en la Argentina se envían 5300 millones de mensajes de texto por mes a través de teléfonos celulares. Quienes estudian sus contenidos concluyen que esos mensajes aluden generalmente a banalidades: un “saludito”, preguntas acerca de “qué ropa te vas a poner” o de si “la viste a fulanita”, o menos que eso. Se podría decir que los llamados SMS (nombre técnico del recurso) fomentan la comunicación. Aumentan, sí, la conexión tecnológica. Pero comunicación, en términos de relación humana, es otra cosa: incluye palabra, gestualidad, expresiones, atmósfera emocional, tiempo compartido, desplazamiento, contacto corporal, temperatura emocional.

Los mensajes de texto, según explican sus propios cultores, eximen de buena parte de esos ingredientes, permiten abreviar. Acortan el tiempo de contacto, su intensidad, su profundidad, su variedad y, sobre todo, comprimen la escritura. En realidad, parecen mutilarla. Dormir se escribe “Zzzz”; “Cmsts” puede significar “cómo estás”; la palabra mañana se reduce a “mñn”; “Kbn”, es qué bueno, y así en más. No hay, por supuesto, signos ortográficos; mueren las vocales y agoniza la sintaxis. La escritura parece iniciar un camino involutivo. Ya no es, en este “soporte tecnológico”, ideosilábica sino fonética. Acaso pronto sea otra vez sólo ideográfica. Y luego la tecnología de la hiperconexión habrá obrado el “milagro” de devolvernos a la prehistoria ágrafa.

Hace poco, el escritor Alberto Mangel, lúcido estudioso de la literatura y de su historia, escribió un texto en el que aseguraba que la lectura será pronto un acto de resistencia, el empecinado combate de quienes creen aún en la riqueza y la trascendencia espiritual, emocional, artística y comunicacional de las palabras.

Leer y escribir son dos aspectos complementarios del mismo fenómeno, un fenómeno exclusivamente humano. Quien lee se habilita para escribir (cartas, poemas, diarios íntimos, ensayos, reflexiones, testimonios, variados e infinitos textos posibles). Más allá de hacerlo o no, carga de otras cadencias y volúmenes incluso a su lenguaje oral, amplía y robustece sus puentes de comunicación con sus semejantes y con el entorno que habita. Mutilar el lenguaje, abreviar las palabras hasta secarlas, bien podría ser un síntoma de la incapacidad de sostenerlas, de construir con ellas vínculos reales, universos emocionales, redes afectivas.

Acaso más que de velocidad y practicidad estemos hablando de pobreza de recursos; pobreza que no es fatal y congénita, sino producto de la cultura de la fugacidad, de lo epidérmico, de lo fácil. Una cultura en la cual las herramientas acaban por ser fines en sí mismos que, al no usarse en relación con propósitos trascendentes, producen satisfacciones efímeras, que piden ser velozmente reemplazadas por otro efecto fugaz, y otro y otro. Como lo son los mensajes de texto y los “soportes tecnológicos” que los posibilitan.

Al igual que los SMS, los mensajes de correo electrónico (hay casi tres millones de cuentas en el país) parecen comunicar menos de lo que su acumulación quiere indicar. Según especialistas en la cuestión, el 90% de esos mensajes es spam (mensajes no deseados, vulgar acoso cibernético). En la edición de enero de 2007 de la revista Physics World, Robert P. Crease, director del Departamento de Filosofía de la Universidad del Estado de Nueva York, se preguntaba qué ocurrirá en el futuro con esa preciosa información que los historiadores de la ciencia pudieron recoger del epistolario, por medio del cual grandes científicos se comunicaban informalmente entre ellos.

Así, por ejemplo, se pudo saber la verdad de lo ocurrido en la hermética reunión que, en septiembre de 1941, sostuvieron, en Copenhague, ocupada entonces por los nazis, Werner Heisenberg y Niels Bohr. Una discusión no sólo sobre energía nuclear, sino sobre el destino del mundo, como refleja lúcidamente el dramaturgo inglés Michael Frayn en la obra Copenhague. Sólo los borradores de posteriores cartas de Bohr a Heisenberg (encontrados por su familia y dados a conocer) permitieron contradecir la versión “oficial” del encuentro, sostenida por Heisenberg en cartas a otro científico, Robert Jungk. Crease cita la importancia que tuvieron para la historia de la ciencia y el saber humano cartas de Galileo, de Robert Oppenheimer (considerado el padre de la bomba atómica y angustiado por su criatura) o lo mucho que se perdió cuando una bomba destruyó, en la Segunda Guerra, casi toda la correspondencia del premio Nobel de Física Max Planck.

El artículo de Crease cita al historiador Spencer Weart: “Tenemos papel impreso del año 2000 a.C., pero no conservamos el primer correo electrónico. Tenemos los datos y la cinta magnética, pero el formato se perdió”. ¿En qué se convierten, dónde quedan los correos electrónicos, medio de comunicación preponderante también entre científicos, artistas y otros profesionales? ¿Dónde estarían hoy las cartas a Olga, de Chejov, si hubieran sido simples e-mails? Crease glosa a otro investigador, Jeff Rothenberg: “Sólo hasta cierto punto es una broma decir que la escritura digital dura para siempre, o cinco años, lo que llegue antes”. Robert P. Crease concluye que esa información y esa escritura sólo perduran si se las traslada regularmente a otro formato.

De manera que, finalmente, es necesario volver a las fuentes. Es decir, a soportes en los cuales la escritura se desarrolle, exprese el potencial de la palabra y de su articulación, refleje la íntima relación que existe entre vocablo y pensamiento (a mayor riqueza, más caudal; a mayor pobreza, más carencia de vocabulario). La escritura es emoción, pensamiento, indagación, descubrimiento, es encuentro y es memoria. Todo eso se pierde al perderla.

Las formas no reemplazan los contenidos, pero cuando aquéllas empobrecen éstos corren el riesgo de perderse. Mensajes de texto, correos electrónicos, soportes tecnológicos son siempre medios, no fines. En tanto se entiendan y se usen, así pueden favorecer los propósitos a los cuales se aplican. La velocidad en la transmisión es una cosa. Mutilación y evaporación de la escritura es algo distinto. Anton le escribía a Olga, ella le respondía, ambos conservaban sus cartas, las consideraban valiosas más allá del momento, los expresaban, expresaban su amor. Heisenberg y Bohr tuvieron una discusión profunda, trascendente. Sus testimonios escritos se conservaron, ellos los consideraron valiosos más allá del momento. Así llegaron a nosotros. No eran palabras al aire.

¿Cuál será el soporte en el que conservaremos nuestras palabras? ¿De qué manera honraremos a la escritura como camino que nos lleva hacia el otro y, desde él, hacia los otros, hacia los que vendrán? ¿Cómo les daremos valor y significado a los adelantos tecnológicos para que sean algo más que el cementerio de nuestras palabras mutiladas?

Cinco mil años de escritura merecen que nos comprometamos con las respuestas.

El autor es escritor y periodista, especialista en vínculos humanos. Su última obra es La masculinidad tóxica.

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