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jueves, mayo 10, 2007

- EJEMPLO -



El ejemplo de Holmberg

Por Horacio C. Reggini
Para LA NACION


Durante la primera sesión del IV Congreso Internacional de la Legua Española, celebrado en marzo en Cartagena de Indias, tuve la suerte de escuchar la estupenda disertación de Antonio Muñoz Molina, joven y reconocido escritor miembro de la Real Academia Española. Intento reproducir dos citas que no puedo recordar literalmente, pero que interpreto así: "El problema no es el inglés o el español; el problema son la pobreza y las inequidades existentes", al referirse al predominio de un idioma sobre otro. Con respecto a cuestiones educativas y al papel de Internet, dijo: "El problema no es la educación o Internet; el problema es la ignorancia y la falta de amor al prójimo, a la humanidad y a la belleza en sus distintas formas...".

Ideas vitales similares alimentaron la vida y la obra de Eduardo Ladislao Holmberg, ilustre naturalista argentino que supo conciliar en sus obras el saber científico con la habilidad literaria, más el generoso aliento de la tradición que le transmitieron sus antecesores. En sus conferencias y escritos, la ciencia, el arte y la actualidad se entremezclaron con fortuna. En el arco de su vida, de 1852 a 1937, el cuadro de fuerzas ideológicas y costumbres cambió de manera radical. El año de su nacimiento coincidió con la emergencia definitiva de la nación argentina. En su devenir, con el auge de la Revolución Industrial, se sucedieron, para bien y para mal, innumerables progresos científicos y tecnológicos. Aparecieron los primeros automóviles y los aviones empezaron a surcar los cielos del mundo.

En un artículo reciente (LA NACION, 12/03/07), José Miguens caracteriza a la sociedad argentina como tendiente a la autodestrucción. Critica el menosprecio que tiene por su historia, sus próceres, sus tradiciones y su pueblo. Pero aclara que es también una enfermedad moral la posición opuesta: la idolatría extrema de lo propio.

En medio de una sociedad que entroniza la imagen y desdeña la palabra, que en lugar de promover y reconocer méritos se deleita en señalar los errores de sus semejantes, el ejemplo de Eduardo L. Holmberg nos da la posibilidad de transformar el desaliento en ilusión y nos anima con su recuerdo a soñar con un futuro promisorio.

Fue, además, un auténtico patriota, que sirvió con renunciamientos y sacrificios a su país y defendió la idea de una Argentina políticamente adulta.

Por encima de todas sus obras, Holmberg, personaje singular y plural, comprendió y defendió la unidad del saber y bregó con pasión por los objetivos y actividades de la Academia Argentina de Ciencias, Letras y Artes, institución ilustre creada en 1873 y predecesora de las actuales Academia Nacional de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, Academia Argentina de Letras y Academia Nacional de Bellas Artes.

En su tiempo se pensaba que el adelanto de las ciencias y sus aplicaciones nos llevaría sin más a un mayor bienestar de la condición humana. Esta creencia, que persiste aún en algunos, fue una suerte de catecismo para muchos teóricos cientificistas del siglo XX.

En los primeros años del siglo pasado, la Argentina, todavía imbuida de un romanticismo que pronto daría paso al modernismo, observaba con entusiasmo los avances del cientificismo. Holmberg percibió las difíciles cuestiones éticas que plantea el progreso de la ciencia. En nuestra era, los problemas son radicalmente nuevos y de una complejidad que lleva a los individuos a oscilar entre la admiración y el miedo; el avance científico los asusta, pero no dudan en incorporar a sus vidas las últimas innovaciones que la ciencia ha hecho posibles.

Eduardo L. Holmberg tenía el convencimiento, al igual que Charles Darwin, de que la humanidad surgió en la Tierra por la evolución de formas inferiores de vida a lo largo de millones de años; dicho sin eufemismos, implicaba que nuestros antepasados fueron animales similares a los grandes simios. Holmberg, admirador del eminente naturalista, bregó por alcanzar metas de libertad de elección y dignidad, al tiempo que disfrutaba del esplendor del universo. Creía que la defensa de la naturaleza es un valor universal que no proviene de ningún dogma religioso o ideológico y que está al servicio de la humanidad sin discriminación alguna.

Sostenía que cada especie, por humilde e insignificante que sea, es una obra maestra de la biología que vale la pena cuidar y conservar, reconociendo, además, la combinación de sus rasgos genéticos adaptados con eficacia a un ámbito determinado. Al igual que los cultores actuales de la ecología -una disciplina inexistente en los tiempos de Holmberg-, pensaba que debíamos actuar con tesón para evitar la extinción de especies naturales y el consiguiente empobrecimiento de los ecosistemas terrestres, al mismo tiempo que para gozar nosotros y las generaciones futuras de un medio ambiente bello, rico y sano.

Es indudable que cuanto más sabemos de la biosfera tanto más compleja y hermosa nos parece. La Tierra y, en especial, la frágil película de vida que la cubre son nuestro hogar, nuestra fuente, origen de nuestro sustento físico y espiritual. La protección de la belleza terrestre y de su prodigiosa biodiversidad debería ser una meta principal de nuestro tiempo. Darwin, apenas comenzado el viaje del buque explorador Beagle y todavía sin pensar siquiera en la evolución, escribió en su diario, ante el prodigio de una contemplación atenta de la naturaleza, en 1832: "No es posible dar una idea cabal de los sublimes sentimientos de asombro, admiración y devoción que inundan y elevan el espíritu".

Suele escucharse a menudo una opinión -muy divulgada- de remitir la solución de todos nuestros problemas a una reforma educativa que muchas veces no tiene en cuenta los contenidos fundamentales de una verdadera enseñanza. En sus últimos años, Holmberg sostenía la urgente necesidad de dotar a la humanidad de mayor excelencia en los caminos del pensar individuales y colectivos. Decía que la educación, así entendida, es un requisito principal para el funcionamiento de una democracia genuina y para alcanzar imprescindibles rasgos humanos de amor, justicia y solidaridad. Este es el camino para hacer posible lo necesario, para lo cual muchos de nosotros luchamos.

El autor es ingeniero, miembro de las academias de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, de Educación y de Letras. Su último libro es Eduardo Ladislao Holmberg y la Academia (Galápago).

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