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domingo, noviembre 12, 2006

- MAN RAY -

Un profeta de la imagen contemporánea


El 18 de noviembre se cumplen 30 años de su muerte. Dadaísta y surrealista, fotógrafo de modas y retratista de celebridades, cultor de “ready mades”, escritor y cineasta, contribuyó a subvertir las reglas tradicionales del arte de comienzos del siglo XX. Hoy es al mismo tiempo un ícono de la cultura de masas y un autor faro para artistas contemporáneos de todas las extracciones. Sus fotografías marcan récords de cotizaciones para la disciplina –superando los 600 mil dólares– y su obra mejor vendida es una aerografía que alcanzó el millón y medio de dólares.

Un repaso por su vida y su legado.
Escriben Rafael Cippolini, Nicola Costantino y Juan Travnik.


No soy de esos que dicen: ‘Esta regadera es azul, esta casa es rosa’; de los que dicen: ‘Nada es más bello que lo verdadero, sólo lo verdadero es digno de ser amado’. Hay algo mejor que copiar. Admiro a los pintores que imitan hasta el punto de engañar a las propias obras maestras de la naturaleza. ¿Lo que impide al hombre ser como Dios no es quizás esta eterna manía de imitar?”

El texto completo se titula Apariencias engañosas y fue publicado en el periódico Paris Soir en 1926 por la más prolífica y verosímil de todas las invenciones del disparatado, misterioso y punzante dadaísmo: el mismísimo Man Ray.
“Hombre rayo”. Ese fue el seudónimo que utilizó Emmanuel Radnitzky, un hijo de inmigrantes rusos judíos nacido en Filadelfia en 1890 y muerto en París hace casi treinta años. Pero fue, sobre todo, el nombre de un artificio tan poderoso como para contribuir a subvertir las reglas tradicionales del arte y la fotografía de comienzos del siglo XX, incorporando materiales cotidianos a experimentaciones permanentes que fructificaron y que suelen leerse ya como los más jóvenes cánones. Man Ray fue un pintor-fotógrafo. Un fotógrafo sin cámara. Un retratista de celebridades y de moda. Un cosificador de mujeres. Un animador de objetos. Un maestro erotizador. Un creador de enigmas visuales fijos y en movimiento. Un introductor clave de la imaginación en el reino de la más analógica de las imágenes de su época. Esta es la breve historia de un artista que reivindicó la libertad al punto de presentarse a sí mismo como su propia obra.

Dadá y París. Emmanuel Radnitzky confesó que estuvo “a punto de no nacer”. Los padres se conocieron por una fotografía. Sin embargo, cuando se encontraron por primera vez, en 1888, no duraron juntos más que unas semanas. Fue al año siguiente cuando volvieron a verse y decidieron casarse.

Man Ray, en cambio, fue engendrado sin vacilaciones. Lo creó Radnitzky a los quince años. Simplemente combinó palabras “triviales”: “Man” –hombre, o diminutivo de Emmanuel– y “Ray”, la imagen que mejor encierra el estruendoso alto voltaje que se proponía lanzar a las burguesías en guerra y su clásico arte. En Autorretrato (1963), sus memorias, cuenta que su madre le recordó que delineó su primer hombre sobre papel a los tres años. Y asegura que de chico fue lo suficientemente “curioso” e “inventivo” como para robar un juego de pomos de óleo completos, a la manera de Fagin, el líder de una pandilla de jóvenes de Oliver Twist. O como para colocar un ratón vivo en un pequeño cañón de hierro, convirtiendo ese juego en “el primer intento humano de lanzar un ser vivo al espacio”. Este es el tono del libro, un tono modesto pero burlón y, a veces, enervante. Como escribió Arturo Schwartz, quien fue su galerista hasta fines de los 50, el humor negro o de cualquier color era para Man “simplemente otro modo de atraer la libertad”.

Cuando tenía 17 años, la familia se mudó a Brooklyn. Rechazó una beca para estudiar arquitectura y empezó a trabajar como diseñador gráfico. El de 1913 fue un gran año. Realizó su primer retrato cubista, que muestra a Alfred Stieglitz, impulsor de la fotografía artística y dueño de la galería Photo Secesión, donde exponían otros mitos nacientes como Picasso y Brancusi. En Camera Work, la revista de Stieglitz, Man empezaría a publicar en breve. Además, vio en el Armony Show una gran exposición de otra vanguardia europea, con obras de Marcel Duchamp –futuro compañero de ruta y contrincante de ajedrez– y Francis Picabia. Y se mudó a Rigfield, Nueva Jersey, un conglomerado de casas campestres y precarias donde se asentaba una comunidad de artistas. Allí vivió con su primera esposa, Adon Lacroix (Dona Lecoeur), poetisa. Se separaron seis años más tarde, ya instalados en Nueva York, después de que Man Ray la “azotara” –según su Autorretrato– con un cinturón porque ella no había sabido ocultar sus amoríos.

En 1915 engendró revistas dadaístas (The Rigfield Gazook y TNT) y realizó su primera exposición, sin ningún éxito comercial –la fotografía se instalaba cada vez con más fuerza en su rutina experimental. Geográficamente distantes de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), Man Ray, Duchamp y los dadaístas de Nueva York se focalizaron en las máquinas, sus productos seriados y los medios de comunicación masiva antes que en la denuncia política. Los convirtieron en herramientas de su anti-arte, que abarcó desde abstracciones hasta performances, pasando por fotomontajes, ready mades y collages. Las señas particulares de la nueva sociedad eran perfectas para oponerse al clásico pincel. Man Ray usó incluso pistolas que se utilizaban para pintar objetos industriales y creó aerografías.

Junto con Duchamp y otros vanguardistas, Man Ray intentaba quitarle el polvo de la rutina al mundo que lo rodeaba. Su obra propone toda clase de extrañamientos frente a lo cotidiano, desde la perplejidad hasta el misterio y lo siniestro. Incluso la revelación de la construcción de autómatas, que denunciaban sus obras mediante la fusión de cuerpos y engranajes varios.

En el texto del ’26, Man Ray agregó: “El fotógrafo no se limita a desempeñar el papel de copista. Es un explorador maravilloso de los aspectos que nuestra retina no registra nunca y que continuamente contradicen con crueldad a los idólatras de las visiones excelsas (…) He tratado de plasmar visiones que el crepúsculo, la luz demasiado viva, su fugacidad o la lentitud de nuestro aparato ocular sustraen a nuestros sentidos”. Man Ray vivía en París desde 1921. Y ya era, claro está, todo un surrealista. Tanto como para que André Breton destacara: “Es alguien capaz de confiar la génesis de su obra al azar”.

La fiesta. Seis meses después de llegar, ofreció su primera muestra en París. No era un desconocido. Duchamp lo había presentado a los vanguardistas locales, como Tristán Tzara. Fue en la librería Six donde conoció al compositor Eric Satie. Allí construyó, a último momento, el primer objeto dadaísta que apareció en Francia: Cadeau, una plancha de hierro con clavos, que sería robada de la exposición y recreada otras 299 veces hasta 1974. Una sociedad con productos en serie tendría arte casi en serie. Incluso de Objeto indestructible, donde un metrónomo se enrarece con la fotografía de un ojo, hizo 40 ejemplares entre 1923 y 1964.

Man Ray vivió básicamente de la fotografía para revistas de moda (como la sofisticada Vogue) y de retratar a celebridades y aristócratas. Desfilaron ante su cámara Marcel Proust en su lecho de muerte (recomendado por Jean Cocteau), Ernest Hemingway, James Joyce, Pablo Picasso, Joan Miró, Henri Matisse y Georges Braque... Pero también realizó en esa década experimentos con técnicas como los rayogramas y las solarizaciones (ver recuadro “El gran desprejuiciado”) que plantaron la fantasía tanto como lo hicieron las poses inquietantes de sus maniquíes, los desnudos zen y sexuales o los fragmentos de objetos que conformaron figuras abstractas. Misteriosa, pregnante, inquietante, quizá la obra más conocida de semejante inventiva sea El violín de Ingres, donde su compañera durante seis años, la modelo de pintores y cantante ronca de los bares nocturnos parisinos, Kiki de Montparnasse, aparece de espaldas a la cámara sugiriendo la silueta del instrumento musical.

Hasta partir de París, en 1940, Man Ray también investigó en el cine (ver “Doble estrategia”). Había esperado el final de la Primera Guerra para llegar a la capital cultural del Occidente de la época. Ahora, con la ocupación nazi, la fiesta había terminado.

Volvió a los Estados Unidos. A Hollywood, donde conoció a la modelo Juliet Brown (su última mujer), mientras frecuentaba a Ava Gardner, Henry Miller o Igor Stravinsky. Siguió pintando ilusiones ópticas, realizando objetos extraños y compilando textos fantásticos, mientras esperaba que pasara el cimbronazo de la contienda. En 1951 volvió a París y se quedó para siempre.

Anne Umland, curadora de Dadá, la exhibición dedicada al movimiento que el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA) presentó este año, señala que “sus estrategias de oposición –la explotación de materiales no tradicionales en el arte, la exploración del inconsciente, el corte y pegue del collages– irrevocablemente alteraron las percepciones acerca de lo que se consideraba arte de un modo que aún resuena”.

En el catálogo de la última muestra de Man Ray que se vio en Buenos Aires (2000, Centro Cultural Borges), el crítico Pierre Restany señaló: “Man fijó de una vez por todas el destino creador de la fotografía moderna produciendo el paso de la imagen emulsionada a la intemporalidad del arte”. Sus fotografías vintage, dijo, “fijan un instante en el curso fluido de lo efímero visual, prefigurando el congelamiento de la imagen de nuestras secuencias televisadas”. Y agregó: “Actualmente vivimos su dimensión telemática. En momentos en que la fotografía digital pone en tela de juicio a la analógica, la referencia a Man Ray es inevitable”. Como si Man Ray hubiera sido un profeta, capaz de marcar un “destino para la imagen”.


Por Judith Savloff
Cultura Diario PERFIL

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